Por Amrita Kapur, asociada sénior del programa de Justicia de Género del ICTJ
En los últimos 35 años, en más de 80 países del mundo han “desaparecido” de manera forzada decenas de miles de personas a consecuencia de conflictos o actos de represión. Ante el Registro Nacional de Desaparecidos de Colombia se han denunciado unos 85.000 casos. De ellos, se supone que unos 20.000 corresponden a víctimas de desaparición forzada, entendida esta como un secuestro intencionado, no como algo resultante de combates o conflictos armados. La Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, de 2006 y ratificada por Colombia en 2012, consagra el derecho de los familiares de las víctimas a conocer la verdad sobre sus seres queridos y a obtener reparaciones.
El Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas fue el primero en reconocer internacionalmente ese derecho en 1983 y en relación con Uruguay. Jurídicamente fue reconocido en 1988 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en relación con un caso de desaparición forzada registrado en Honduras. A partir de ese momento, las actuaciones de los Gobiernos ante esa violación de derechos han ido evolucionando hasta incluir la búsqueda de la verdad, las exhumaciones, los juicios, las reparaciones y las medidas de reforma.
Estas medidas se han centrado en los desaparecidos, hombres entre el 70 y el 94% de los casos. No obstante, para la Convención de 2006 las víctimas de ese crimen son tanto los propios desaparecidos como los perjudicados por su desaparición forzada. Esto ha tenido importantes repercusiones para las mujeres, que son las que en su mayoría deben recomponer su vida después de la desaparición, atrapadas en la esperanza de que su ser querido siga con vida.
Una nueva investigación realizada por el ICTJ demuestra que los Gobiernos y las sociedades no conocen ni afrontan adecuadamente las duraderas consecuencias que las desapariciones forzadas tienen para las mujeres. En su calidad de esposas, madres, hermanas e hijas de los desaparecidos, ellas tienen un papel especial y, después de una desaparición, sufren todavía más penalidades. Las desigualdades de género que existen en muchas culturas acentúan y se superponen con los perjuicios económicos, legales, sociales y psicológicos que conlleva perder a un pariente varón que con frecuencia era el sostén y el cabeza de familia.
La presente investigación, compuesta por testimonios directos de mujeres familiares de desaparecidos del Líbano y Nepal, así como por un análisis comparado de 31 países, pone de manifiesto que, después de una desaparición, y a consecuencia del incremento de la pobreza, los conflictos familiares y el trauma psicológico, la victimización tiende a ser constante. El estudio identifica también hasta qué punto diversas medidas de verdad, justicia y reparación han pasado por alto esas experiencias y qué respuestas innovadoras han resultado útiles para la reparación.
La pérdida del sostén o del cabeza de familia obliga a las mujeres a aceptar trabajos mal pagados e inseguros que, al estar frecuentemente lejos de sus familias, aumentan el riesgo de que ellas sean explotadas o de que peligre el bienestar y la educación de sus hijos. La incierta situación legal de los desaparecidos (que oficialmente no están ni vivos ni muertos) agrava la inseguridad económica de la familia, ya que con frecuencia las esposas no pueden acceder a los bienes y cuentas bancarias familiares que estaban a nombre de sus maridos, ni tampoco a las prestaciones sociales reservadas para las casadas.
Para muchas esposas, puede que la única alternativa sea declarar muertos a sus maridos, e incluso en ese caso, puede que no cuenten con los certificados de defunción hasta cierto tiempo después de la desaparición. Muchas mujeres son reacias a tomar esa decisión, porque se sienten culpables al renunciar a la esperanza. Por lo menos una de cada cinco esposas de desaparecidos entrevistadas en Nepal por el ICTJ admitieron que habían decidido declarar muertos a sus esposos desaparecidos. Aunque puede que otros factores influyeran, es probable que algunas de ellas tomaran esa decisión bajo la presión económica del Programa de Ayuda Provisional, que al principio concedía un pago único de 100.000 rupias a los familiares cercanos de fallecidos y solo 25.000 a los de los desaparecidos. Se ha demostrado que la creación, como ha ocurrido en Perú, Argentina, Bosnia-Herzegovina y Chile, de una categoría independiente de “ausente por desaparición”, ayuda a las familias a superar algunos de los problemas prácticos, y también patriarcales.
Socialmente, puede que incluso se culpe a las mujeres de la desaparición de un ser querido o que su familia las condene al ostracismo por ser una carga económica. En Cachemira se acuñó la expresión “semiviuda” para describir la pérdida de posición social que sufrían las esposas de los desaparecidos, en tanto que en varias culturas patrilocales, entre ellas las de Cachemira y Sri Lanka, las segundas nupcias están estigmatizadas.
En consecuencia, puede que las esposas de los desaparecidos se queden con familias molestas con su presencia, en parte por temor a perder la custodia de sus hijos si se van. Al margen de esto, también sufren una dolencia ahora denominada “pérdida ambigua” (que no es igual que el estrés postraumático), debida a la constante incertidumbre y la tensión que genera una desaparición forzada.
Naturalmente, los familiares de los desaparecidos se ven impelidos a buscar a sus seres queridos a pesar de que eso les obligue a vivir en una incertidumbre perpetua. Esta situación coloca a las mujeres en primera línea de la búsqueda de la verdad sobre ausentes y desaparecidos, a veces a costa de un enorme riesgo personal. Por ejemplo, en abril de 2013 unos asaltantes desconocidos intentaron secuestrar a la defensora de los derechos humanos Sofía López mientras investigaba casos de desapariciones forzadas en Cauca.
Comprender las necesidades concretas de las mujeres ayudará a los Gobiernos y a otras entidades a concebir programas y crear instituciones que afronten eficazmente las consecuencias de larga duración que para ellas y la sociedad tienen las desapariciones forzadas.
Desde 1974, al menos 12 comisiones de investigación oficiales se han centrado en analizar las desapariciones forzadas, en tanto que ha habido comisiones de la verdad que han llevado a cabo investigaciones, sesiones públicas y exhumaciones para esclarecer la suerte de los desaparecidos. Con todo, se ha demostrado que los enfoques carentes de perspectiva de género silencian realmente a las mujeres víctimas. En consecuencia, para que las comisiones de la verdad reúnan sus testimonios y registren adecuadamente el abanico de violaciones de derechos humanos que se ha cometido, su concepción y puesta en marcha debe ser sensible a las cuestiones de género. Entre las estrategias más eficaces figuran los programas de divulgación dirigidos a las mujeres, la creación de espacios seguros, únicamente femeninos, en los que ellas puedan ofrecer su testimonio y la utilización de ciertas técnicas de entrevista.
Las experiencias de las mujeres víctimas en Colombia recalcan la necesidad de que ellas cuenten con programas de reparación sencillos y accesibles para poder superar las desigualdades sociales en materia de alfabetización, educación y recursos. Con frecuencia, la necesidad inmediata de mantener a su familia después de la desaparición de un ser querido las ha obligado a renunciar a su carrera y a la formación que a largo plazo soñaban obtener.
De no ser así, si el proceso es costoso, como en Guatemala, o las indemnizaciones se abonan en cuentas corrientes que las mujeres no controlan o a las que no tienen acceso, como ocurrió en Nepal, ellas no resultarán beneficiadas. Según un estudio reciente, el 74% de las esposas de desaparecidos de Nepal declaraba que el peso que conllevaba demostrar la desaparición forzada suponía un obstáculo para acceder a las ayudas. Entre las soluciones posibles figura la de ayudar a las mujeres tanto a obtener los documentos necesarios como a abrir cuentas bancarias, además de proporcionarles otras reparaciones a través de prestaciones psicosociales o en forma de vivienda, educación y sanidad.
Para facilitar el duelo público y el proceso de cicatrización de heridas, también son importantes las reparaciones simbólicas, que deben hacerse después de consultar con familiares y comunidades, con el fin de impedir la retraumatización y el rechazo del entorno. También es esencial que los monumentos a los desaparecidos reconozcan el papel de las mujeres como activistas y defensoras de la verdad y la justicia, para así superar los estereotipos que las ven como víctimas pasivas. En este sentido, son positivos los ejemplos de los monumentos conmemorativos que, en Filipinas y Chile, presentan a las mujeres como activistas que luchan contra la represión política.
En todo el mundo, incluyendo países como Kenia y Siria, las desapariciones forzadas siguen siendo un instrumento del terror y la represión. Para reparar los sufrimientos padecidos por las víctimas y el conjunto de sus comunidades, es esencial aprender las lecciones que nos enseñan a abordar la verdad, las exhumaciones, las reinhumaciones, las reparaciones, la justicia y la reforma desde perspectivas sensibles al género.
En última instancia, la eficacia de los programas y medidas que afrontan las desapariciones forzadas y sus duraderas repercusiones sobre las víctimas depende de su capacidad para responder a las mujeres y a la singularidad de sus experiencias. Al poner de manifiesto las repercusiones de larga duración que tiene este crimen para las mujeres de Nepal, el Líbano, Colombia y otros países queda aún más patente toda la labor que tenemos por delante.
Descárguese el informe Las desaparecidas y las invisibles: Repercusiones de la desaparición forzada en las mujeres.
Visite nuestra galería de imágenes sobre los desaparecidos "Capturando el vacío".