Una reflexión en torno al documental del ICTJ "Y sin embargo, crecen flores"

27/09/2013

Una de las principales razones por las que el ICTJ apuesta por el uso de los multimedia es por su capacidad de iniciar conversaciones y reflexiones sobre cuestiones como la rendición de cuentas, el derecho de las víctimas a la reparación y la recuperación de la confianza cívica cuando han tenido lugar violaciones masivas de los derechos humanos. Un ejemplo de ello es el documental Y sin embargo, crecen flores, que retrata la vida de Yoladis y Petronila, dos mujeres colombianas desplazadas cuyos esposos fueron asesinados por los paramilitares. A pesar las penurias y el dolor que sufrieron ellas y sus familias, Petronila y Yoladis son ahora inspiradoras líderes en la lucha por el reconocimiento y la reparación.

La historia de estas dos valientes mujeres inspiró a Wilson Herrera, profesor de filosofía e investigador de la Universidad del Rosario, en Bogotá, a reflexionar en torno al rol de las víctimas en una sociedad democrática, y la importancia de potenciar y fortalecer su papel como agentes activos y poseedores de derechos, en lugar de hundirlas en la victimización. Sus reflexiones son especialmente relevantes en este histórico momento para Colombia, que pretende adoptar un marco de justicia transicional integral como parte de un posible acuerdo de paz que pondría fin a 50 años de conflicto armado, pero también para todas las sociedades que están enfrentando legados de violencia sistemática.

El Salado y la política de la memoria: una breve reflexión

Por Wilson Herrera

En el documental Y sin embargo, crecen flores, Yoladis, maestra de escuela y cuyo esposo fue asesinado por los paramilitares en el Salado, señala que: “La dignidad para mí es todo, todo, todo; o sea por lo menor tener mi casa es sentirme así, digna, decir sí las víctimas no viven tan mal como la gente piensa, pero tampoco vivimos tan bien, pero sí vivimos en unas condiciones que si el gobierno nos viera a nosotros con otra cara nosotros viviéramos mejor, eso es una dignidad”. Y más adelante, ella afirma: “Nosotros decimos que la plata no es la reparación, no nos va devolver a nuestros seres queridos, pero sí nos va a ayudar para darle una educación a nuestros hijos”. De este conmovedor testimonio, me vienen a la cabeza tres intuiciones que quisiera compartir con ustedes.

La primera intuición tiene que ver con el esfuerzo de Yoladis y de Petronila –otra de las personas que cuentan su testimonio en el documental- por reconstruir sus vidas y su empeño para que sus hijos también lo hagan. Como lo han señalado varios estudiosos sobre el trauma, uno de los peligros más difíciles de enfrentar en conflictos violentos como el colombiano es el de la victimización, y en concreto, el que las víctimas se aferren tan fuertemente al pasado, en el recuerdo de lo que injustamente les ha sido arrebatado, que se vuelvan incapaces de verse así mismas como agentes, es decir, como personas capaces de configurar una nueva forma de vivir, que les dé un sentido a su existencia.

En los últimos años, en los distintos medios de comunicación, se oye con frecuencia que es un imperativo atender al clamor de las víctimas. Esa demanda se traduce en el intento por construir una política de la memoria que privilegie a las víctimas. Una política de la memoria debe evitar convertirse en una mera forma institucional de la lástima, de la falsa compasión; por el contrario, tiene que apuntar a que quienes han sufrido en carne propia la violencia y la humillación recuperen su agencia moral y política.

Ello, a mi manera de ver, implica generar una atmósfera propicia para que tanto la víctima como la sociedad reconozcan que ella es un sujeto de derechos, que ella y la sociedad acepten que sus reclamos son justos y que es necesario atenderlos con urgencia y de manera oportuna. En otras palabras, lo fundamental es que las solicitudes de las víctimas no se vean,, ni por ellas ni por todos nosotros, como actos de pedir limosna, sino como demandas a las que tienen derecho y que nosotros como ciudadanos tenemos la obligación de atender.

Esto me lleva a la segunda intuición. Es diciente la afirmación de Yoladis de que si bien el dinero no repara su pérdida, sí lo necesita para educar a sus hijos. La idea del cambio, de la transformación, es inherente a la educación.

Ciertamente la educación es un vehículo formidable para mantener vivas las tradiciones y para inculcarnos prejuicios, pero también puede ayudar a mostrarnos nuevas formas de ver y actuar.

Una política de la memoria es inseparable de los procesos de formación ciudadana, sin ella, dicha política caería en un mero discurso con buenas intenciones, en un simple bálsamo para calmar conciencias.

En un contexto como el nuestro, resulta útil entender que la educación ciudadana con pretensiones democráticas es todo un esfuerzo colectivo para que las nuevas generaciones sean capaces de ser autónomas y mutuamente solidarias. En relación con las víctimas, ello implica una doble tarea:

  • Darles a nuestros jóvenes las capacidades cognitivas y afectivas para que entiendan, en lo más profundo de su ser, las injusticias, los sufrimientos inútiles que han padecido las víctimas, de tal manera que estén prestos a luchar para que las circunstancias que hicieron posibles los vejámenes del pasado no se vuelvan a presentar.
  • Una segunda tarea es lo que Petronila y Yoladis nos muestran y logran con un tenaz esfuerzo; su capacidad de luchar por salir adelante. El Estado y la sociedad tienen que brindarles a quienes han sido víctimas, las capacidades necesarias para que ellas puedan reconstruir sus vidas y convertirse en agentes que además de hacer valer sus derechos, se empeñen en construir de manera cooperativa formas de vidas respetuosas y solidarias con los otros.

La última intuición hace referencia a la democracia. John Dewey, uno de los filósofos más representativos del pragmatismo americano y uno de los pensadores más influyentes en asuntos de educación en el siglo XX, señaló en uno de sus textos, que la democracia es ante todo una forma de vida.

Nuestra aversión a la política, nos ha llevado a creer que la democracia se reduce a una serie de reglas sobre cómo los ciudadanos eligen a unas personas para que ellas actúen en nombre de ellos. Esta forma de concebir la democracia es la que ha llevado a que los asuntos políticos, que como tal nos conciernen a todos, hayan sido tomados por políticos oportunistas, pero sobre todo por líderes carismáticos que, con actitudes paternalistas, nos quieren imponer sus concepciones provincianas e intolerantes de cómo decidir nuestros asuntos.

En contraste a esto, la idea de Dewey es que la democracia es una virtud que se cultiva y que consiste en la capacidad de escuchar al otro, de atender y dar razones, de cambiar de opinión cuando los argumentos de los otros son más fuertes y, sobre todo, de asumir en todo momento que los asuntos públicos nos conciernen a todos y que éstos no se pueden dejar en manos de los que falsamente se creen dueños de la verdad y del destino.

En relación con las víctimas, la democracia vista como una virtud incluye la idea de que es asunto de todos atender a quienes sufren sin importar su condición, y ello por cuanto si no fuese así, la democracia sería excluyente, es decir que no sería tal, ¿pues no es acaso la democracia la idea según la cual la vida en comunidad es algo de todos y para todos?

Para terminar, el día en que los colombianos entendamos que la democracia es una forma de vida será cuando Petronila vea como una pesadilla del pasado el que ella haya tenido que ocultar su condición de desplazada, y que para nosotros como sociedad sea una vergüenza que ella tuviera que decir: “Yo no digo que soy desplazada, pues si uno dice que soy desplazada, tú eres guerrillera, o eres paraco, lo miran a uno sobre del hombro”.


FOTO: Petronila (izquierda) y Yoladis en Las Malvinas, Barranquilla, durante el rodaje del documental Y sin embargo, crecen flores. Camilo Aldana Sanín para el ICTJ.