Diez años después del informe final, los
peruanos reflexionan sobre el impacto de la
Comisión de la Verdad y la Reconciliación
Texto y fotos por Marta Martínez, ICTJ
Durante el conflicto armado que tuvo lugar en el Perú entre 1980 y 2000, resultado del enfrentamiento entre el Gobierno y el grupo maoísta Sendero Luminoso, se cometieron terribles atrocidades. Cerca de 70.000 personas fueron asesinadas, y otros cientos de miles fueron torturadas y violadas. Los pueblos indígenas, así como los habitantes de zonas rurales, fueron los más golpeados por la violencia.
Con el objetivo de esclarecer la verdad sobre esas dos décadas funestas se creó en 2001 la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Entre sus principales objetivos se contaban también proveer un cierto grado de justicia, reparar a las víctimas y contribuir a la fundación de la reconciliación nacional. La CVR publicó su informe final en 2003 y, diez años después, el ICTJ se acerca a la realidad peruana para conocer en profundidad el impacto que ha tenido el trabajo de la comisión en la sociedad. ¿Ha establecido efectivamente la verdad sobre el violento pasado? ¿Ha contribuido de alguna forma a la reconciliación en un país agrietado por las desigualdades y el racismo? Los peruanos son quienes mejor pueden responder a estas preguntas, y por eso el ICTJ quiso escuchar sus reflexiones.
Carolina Oyague está de pie junto al Ojo que Llora, una conmovedora escultura de piedra erigida en Lima para conmemorar a las víctimas de la violencia. Cada año, cientos de personas se reúnen junto a la estatua para recordar a los que fueron asesinados y desaparecidos durante las dos tumultuosas décadas de los 80 y los 90. Carolina perdió a su hermana mayor, Dora.
El encuentro de este año es especial, ya que se celebra el décimo aniversario de la publicación del informe final de la CVR. Sin embargo, una década después, las demandas de las víctimas y sus familiares no han variado mucho. “Los familiares de las víctimas seguimos buscando justicia que los dignifique, que nos dignifique a todos como sociedad”, demanda Carolina durante su discurso, con voz temblorosa. “Queda mucho por alcanzar justicia y una reparación digna”.
La genetista, de 32 años, va toda vestida de negro y protege sus ojos con unas gafas de sol opacas. “Anoche me puse a mirar fotos de Dora y ya no pude dormir”, confiesa. Junto con otros familiares, lleva desde las seis de la mañana en el Campo de Marte, el parque donde se encuentra el Ojo que Llora, para montar el “altar”: decenas de fotos en blanco y negro de aquellos asesinados y desaparecidos clavadas en el césped y alineadas bajo la palabra “justicia”, delineada en pétalos de flores.
La fotografía de Dora se encuentra en la segunda fila. Muestra a una mujer de pelo negro, encrespado, con una expresión sombría que la hace parecer mayor de lo que es (21 años). Estudiaba en la Universidad Enrique Guzmán y Valle, más conocida como La Cantuta, a las afueras de Lima. El 18 de julio de 1992, Dora y Carolina estaban invitadas a una fiesta de cumpleaños de una amiga, pero Dora nunca apareció. Carolina recuerda que esa noche se despertó sobresaltada. “Dora me llamaba, me llamaba a su cuarto”, pero el cuarto estaba vacío. “Yo solo sentí su angustia, sentí que ella me necesitaba. Me puse a rezar al pie de su cama y en algún momento sentí como un golpe detrás de la nuca. Y ya no la sentí más”.
Esa misma noche miembros Grupo Colina, el escuadrón de la muerte que actuaba bajo el mando del entonces presidente Alberto Fujimori, secuestraron a nueve estudiantes y un profesor de La Cantuta porque sospechaban que estaban involucrados con grupos subversivos. Dora fue una de las dos mujeres secuestradas. Tras torturar y ejecutar a las víctimas, los miembros del escuadrón enterraron los cuerpos. A los pocos días la presión pública por saber la verdad sobre lo ocurrido se disparó, y, en secreto, los asesinos exhumaron algunos de los cuerpos, quemaros los restos y los enterraron en un lugar distinto.
“Empezamos a buscar a Dora en todas las dependencias militares, policiales, cárceles”, cuenta Carolina. La buscaron durante semanas, pero la única respuesta que obtuvieron por parte del Gobierno fue una carta, cinco meses después, en la que se negaba la existencia de su hermana. “Fue muy duro leerlo en un documento escrito por el Estado, pero también marcó el quiebre, el inicio de mi compromiso por la búsqueda de justicia”, recuerda Carolina, quien por entonces tenía 12 años.
Las desapariciones de La Cantuta fueron uno de los casos identificados por la CVR para ser invetigados judicialmente. La comisión de la verdad del Perú fue la primera en América Latina que incorporó una unidad legal especialmente dedicada a la identificación de casos esenciales para ser luego judicializados. La CVR identificó 43 incidentes de crímenes, cometidos tanto por Sendero Luminoso como por el Gobierno, y recomendó que los casos que concernían estos incidentes fueran llevados a los tribunales. Por aquellos tiempos la mayoría de los líderes senderistas se encontraban ya en prisión, pero ningún agente del Estado había sido condenado gracias a una ley de amnistía aprobada por el presidente Alberto Fujimori en 1995, que los protegía por los crímenes cometidos desde 1980. La ley de amnistía fue derogada en 2000, cuando el Gobierno de Fujimori se derrumbó y él buscó refugio en Japón.
Los tribunales peruanos han sido capaces de juzgar a algunos de los principales responsables de las graves violaciones de derechos humanos que se cometieron durante el conflicto: el líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, está cumpliendo una pena de cadena perpetua por crímenes de terrorismo contra el Estado, y el ex presidente Fujimori está cumpliendo una pena de 25 años por crímenes contra la humanidad. Sin embargo, los juicios por otros casos de derechos humanos relacionados con el conflicto armado se han estancado en los últimos tres años.
El Ministerio Público es el responsable de llevar estos casos a juicio. Víctor Cubas es el fiscal que coordina todos los casos de derechos humanos y admite que ha habido un cierto retroceso en su trabajo. Según un estudio realizado por la profesora de ciencia política Jo-Marie Burt de la universidad estadounidense George Mason, desde 2006 las cortes peruanas han emitido 50 sentencias sobre casos de violaciones de derechos humanos cometidas por agentes del Estado durante el conflicto. En 20 casos ha habido al menos una sentencia condenatoria, mientras que en 30 casos todos los acusados han sido absueltos.
“Hay una exigencia por parte de los órganos jurisdiccionales de que se aporte prueba directa de la comisión de los hechos, como se haría con los crímenes comunes”, explica Cubas, “pero el Ministerio Público no tiene la capacidad de aportar ese tipo de prueba para estos casos”. Otras instituciones del Estado, como el Ministerio de Defensa, han obstaculizado el trabajo de los fiscales, añade. “Hay un reclamo constante del Ministerio Público acerca de quiénes fueron los que prestaron servicios y en consecuencia se pueda investigar para determinar la identidad de los perpetradores. Y esta información no existe desde hace años”.
Esto ha llevado a algunas situaciones irracionales, explica el fiscal, en las que los jueces han reconocido que los crímenes se cometieron, aceptaron todas las pruebas, pero luego absolvieron a los acusados. “Solo faltaba que ustedes digan que las personas se han matado y descuartizado solas”, Cubas recuerda que les dijo a los jueces.
Durante los 16 meses del juicio a Fujimori, Carolina no faltó a ninguna sesión: “Necesitaba saber por qué pasó lo que pasó”
Cubas cree que el trabajo de la CVR fue sumamente importante para que el país esclareciera la verdad sobre su violento pasado, pero el Estado no ha respondido de forma integral a sus recomendaciones. Queda mucho trabajo por hacer: “Reformas institucionales, el programa de reparaciones no funciona con la fluidez que se requiere, el plan antropológico forense podría tener mayores alcances”. “Los desajustes en la organización institucional que tiene nuestro país no ha permitido sancionar debidamente los actos de violación de derechos humanos y de corrupción que cometió Fujimori”, defiende Cubas. “La estructura que mantuvo a Fujimori en el poder sigue existiendo y gozando de todos los privilegios de un sistema democrático. Eso es inaudito”.
Durante los siete años que Fujimori pasó refugiado en el extranjero –huyó a Japón en 2000, cuando los escándalos de corrupción de su Gobierno salieron a la luz– Carolina y su familia no cesaron en su búsqueda de justicia. “Todas las semanas nos parábamos ante la embajada de Japón a hacer vigilias y nunca se flexibilizaron”, recuerda Carolina.
Durante su adolescencia Carolina vivió vidas paralelas, repartiendo su tiempo entre los estudios y el activismo. Empezó a seguir todos los juicios que se abrieron contra miembros del Grupo Colina. Durante los 16 meses que duró el juicio a Fujimori, la situación fue casi esquizofrénica: Carolina no faltó a ninguna de las sesiones. “Asistía tres veces por semana al juicio y los días que no había viajaba al interior del país para tomar muestras de plantas para el trabajo”, recuerda. “A veces llegaba a casa de madrugada y era solo bañarme, cambiarme e ir al juicio. Necesitaba saber por qué pasó lo que pasó”.
Fujimori fue declarado culpable y sentenciado a 25 años de prisión por cuatro casos de derechos humanos: las masacres de La Cantuta y Barrios Altos, y dos secuestros. Cuando Carolina escuchó el veredicto, sentada en la sala, sintió un gran alivio. “Recién desperté de la pesadilla en la que estaba”, recuerda. “Al fin te puedes dar tiempo aunque sea para llorar, para procesar tu propio duelo, asimilar lo que pasó. Es peor quedarte en el limbo, sin justicia, sin verdad, sin saber qué sucedió, sin poder encontrarlos”.
El informe final de la CVR expuso sin tapujos las causas fundamentales del conflicto armado peruano: la desigualdad y el racismo. Muchos peruanos son reacios aún a admitirlo, pero nadie lo niega tampoco. La profunda brecha entre la rica y cosmopolita Lima y las necesitadas regiones rurales, visibilizada en el informe, parece todavía imposible de sanar.
La CVR concluyó que el 79 por ciento de los afectados por el conflicto armado vivían en zonas rurales, y que el 75 por ciento tenía como lengua materna el quechua u otra lengua indígena. “La tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país”, dice el informe.
Muchos huesos anónimos permanecen enterrados bajo las empinadas tierras de Ayacucho, una región minera y agrícola de la sierra andina, en el centro-sur del Perú. Más del 40 por ciento de todas las víctimas del conflicto armado que fueron asesinadas y desaparecidas vivían en esta región. Al tratarse del corazón del conflicto iniciado por Sendero Luminoso, Ayacucho se convirtió en un campo de batalla durante los años 80, donde tanto los grupos subversivos como el Ejército cometieron todo tipo de violaciones contra la población civil –masacres, desapariciones forzadas, tortura, violaciones sexuales. Según el informe final de la CVR, si sumáramos a las de Ayacucho las víctimas de regiones colindantes como Junín, Huánuco, Huancavelica, Apurímac y San Martín, estas sumarían el 85 por ciento del total.
Ayacucho se encuentra a siete horas en automóvil de Lima, pero se siente a décadas de distancia. El índice de analfabetismo es de 17 por ciento –ocho veces más que en la capital (2,1 por ciento). La mitad de la población vive por debajo del umbral de pobreza, y sus hogares no tienen plomería ni agua corriente.
“Tal vez ahora hay más carreteras, más asfalto, pero las estructuras sociales y económicas siguen siendo las mismas”, dice Sally Ccotarma, una joven abogada que trabaja en casos de derechos humanos en las regiones andinas. “Las comunidades rurales e indígenas no se sienten protegidas por el Estado. Antes era el conflicto armado; ahora son las empresas mineras”.
La abogada, de 22 años, está trabajando en un caso que tiene la misma edad que ella. Se trata del asesinato de dos líderes sindicales que fueron asesinados por la policía y enterrados dentro de la comisaría. El caso se ha quedado estancado en varias ocasiones y todavía no hay un veredicto. Ccotarma dice que esto se debe en parte a que en las regiones rurales en las que ella trabaja, algunos magistrados no tienen los conocimientos básicos necesarios sobre cómo enfrentar casos de violaciones de derechos humanos, así que los tratan como si fueran homicidios comunes. “Quieren entender que Lima es todo Perú y no es así”, dice Ccotarma.
“Tal vez ahora hay más carreteras, más asfalto, pero las estructuras sociales y económicas siguen siendo las mismas”
La CVR hizo un buen trabajo a la hora de salir de la egocéntrica Lima y acercarse a las comunidades rurales, dice la abogada. “Por primera vez, sus voces eran escuchadas. El Estado estaba allí, reconociendo los errores, preguntando cómo les podían ayudar”, explica. Las víctimas se convirtieron en el centro del proceso de esclarecimiento de la verdad, compartiendo sus experiencias con los comisionados y ciudadanos que quisieran asistir a las audiencias públicas. La CVR se tomó este mensaje de igualdad muy en serio: eran los comisionados, no las víctimas, quienes se levantaban para mostrar respeto antes de que estas declararan, y todos se sentaban en torno a la misma mesa –nada de atriles ni de escenarios.
“Los afectados por la violencia política sienten el trabajo de la CVR y el informe final como algo suyo”, dice Ccotarma. “Con las recomendaciones ya es más difícil, porque ellos pensaban que se iban a implementar, que se iba a trabajar por la igualdad, pero eso no se ha cumplido, y por eso sienten que se los está estafando”.
La mayoría de los ayacuchanos son indígenas y hablan quechua. Durante el conflicto, los hablantes de lenguas indígenas sufrieron las consecuencias de forma desproporcionada. De todos los fallecidos durante la violencia, el 75 por ciento tenía como lengua materna el quechua u otra lengua indígena. Esta conclusión saca a la luz otra causa fundamental –y más incómoda– del conflicto armado: el racismo.
“Creíamos que el problema más grave del Perú era la pobreza, pero no”, explica el padre Miguel Cruzado, Superior Provincial de los Jesuitas del Perú. “Probablemente la herida social más dolorosa es este racismo, el desprecio, el basurear a la gente”.
En un país en el que en los edificios gubernamentales se veneran pinturas y esculturas de santos católicos y son pocos los taxistas que no cuelgan un rosario en el retrovisor de su automóvil, la religión impregna tanto la vida privada como la pública –también la forma cómo lidiar con el pasado.
Los jesuitas, una rama de la Iglesia Católica que hace énfasis en la educación y la justicia social, trabajan extensamente en las regiones más golpeadas por la violencia. A diferencia de en muchos otros colegios, para los jesuitas el informe final de la CVR es parte esencial de sus planes educativos. “El impacto de la CVR no es solo que nos ayudó a entender la violencia política en los ochenta”, explica Cruzado, “sino que fue una especie de revolución copernicana en nuestra manera de mirar el Perú y dónde estaban sus problemas fundamentales”.
El informe final de la CVR hizo un diagnóstico del país sin precedentes, poniendo sobre el papel algunas verdades que muy pocos querían admitir. “Se oficializó que hay un problema étnico en el Perú”, opina Cruzado, “y que ese racismo al que queremos quitar importancia nos puede llevar a matarnos”.
Cruzado perdió a muchos amigos durante el conflicto. “Muertes absurdas”, lamenta. Aun así, se muestra optimista con respecto a las nuevas generaciones, que pueden mirar al pasado con más serenidad, más claridad, y serán capaces de lograr el cambio social que en el Perú todavía está pendiente. “El Estado peruano ha tenido el instrumento para refundar el país, pero no lo ha hecho”, concluye.
De todas las recomendaciones que la CVR realizó, es en el ámbito de las reparaciones en el que más se ha avanzado. La CVR recomendaba la creación de un plan de reparaciones que incluyera “formas individuales y colectivas, simbólicas y materiales de resarcimiento”. Asimismo, subrayaba la importancia de las reparaciones simbólicas, “el rescate de la memoria y la dignificación de las víctimas”. La atención a la educación y la salud mental estaban también en la lista de prioridades.
En 2005 el Congreso peruano aprobó una ley para crear un ambicioso plan integral de reparaciones que, siguiendo el modelo recomendado por la CVR, proporcionara no únicamente reparaciones económicas, sino también simbólicas y colectivas para las víctimas del conflicto armado y sus familiares. Desafortunadamente, hasta ahora el Gobierno ha implementado el plan de reparaciones de forma desigual –algunos programas reciben fondos y atención sustanciales, mientras que otros son prácticamente ignorados.
El programa de reparaciones colectivas ha sido el más exitoso, mientras que la compensación individual, establecida en 10.000 soles (3.500 dólares) por víctima directa, a menudo no satisface ni a las víctimas ni al Gobierno. Según estadísticas oficiales, tan solo una de cada cinco víctimas ha sido indemnizada, y los programas para la educación y la salud se han quedado rezagados, como muestra este reciente informe del ICTJ.
En el sexto piso del Museo de la Nación, un inmenso cubo de cemento ennegrecido por el esmog de Lima, se encuentra la exposición “Yuyanapaq (Para recordar)”. Conscientes del poder de la fotografía para llegar a sectores más amplios de la sociedad, la CVR presentó, juntamente con el informe final, esta imponente exposición que resume 20 años de conflicto y represión en unas 200 fotografías. Hay retratos desgarradores de indígenas llorando junto a cadáveres, manos ajadas sosteniendo fotografías de desaparecidos, caras aterrorizadas instantes después de un atentado terrorista, pueblos enteros cargando decenas de ataúdes blancos.
Mientras camina por los pasillos de la exposición, Gladys Canales siente que su historia –y la de unos 700 peruanos más– no está presente en Yuyanapaq. En 1993 fue detenida por el régimen fujimorista y acusada falsamente de pertenecer a Sendero Luminoso. Fue juzgada por unos jueces militares cuyas caras estaban cubiertas por telas oscuras. Durante ocho años estuvo confinada en una celda de tres por tres metros junto con cinco mujeres más. No les permitían leer ni tejer, y sus familias solamente podían visitarlas cada tres meses. Dentro de la prisión sufrieron toda clase de abusos mentales y físicos.
“El castigo era terrible”, recuerda Canales, “las mujeres éramos usadas como instrumento de guerra”. Cuando Fujimori huyó del Perú en 2000, a Canales le concedieron el “indulto razonado”, lo que significaba que podía salir de prisión, pero no anularon los cargos que la confinaron allí durante ocho años.
A pesar de las graves violaciones de derechos que sufrió, Canales no puede recibir una reparación económica del Estado peruano. El Artículo 4 de la ley de reparaciones aprobada en 2005 excluye a aquellos que fueron “subversivos” –es decir, colaboradores de Sendero Luminoso o el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA)– de ser reconocidos como víctimas.
“Éramos totalmente conscientes de la inconstitucionalidad de ese artículo de la ley”, admite Sofía Macher, ex comisionada de la CVR. “Pero decidimos tomar una postura pragmática: sabíamos que era la única manera de que el Congreso la aprobara. Aceptamos las reglas del juego, y las asociaciones de víctimas también”.
Luego de su trabajo para la CVR, Macher es ahora la presidenta del Consejo de Reparaciones, que tiene como misión construir un registro único de víctimas. Los datos más recientes del consejo, de marzo de 2013, establecen que en total se han registrado 182.350 víctimas: 106.919 son víctimas directas, y 75.431 son familiares de víctimas. Las violaciones registradas incluyen desaparición forzada, tortura, reclutamiento forzado, violencia sexual y desplazamiento forzado, entre otras.
Macher, quien ha realizado un seguimiento a las recomendaciones de la CVR, considera que un tercio de las recomendaciones sobre reparaciones se han cumplido. En su mayoría corresponden a las reparaciones colectivas, supervisadas por la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN), una entidad gubernamental que coordina las actividades en torno a la paz, las reparaciones y la reconciliación. Macher cree que sí hay una voluntad del Estado de reparar a las víctimas, y se ha invertido mucho dinero en ello, “pero no hay capacidad real de implementación, de supervisión de esos programas”.
“No conocen a las víctimas, no las están atendiendo, su relación con ellas es burocrática.”
Las reparaciones colectivas empezaron a hacerse populares en 2006, sobre todo porque eran las que más réditos aportaban a los políticos, quienes buscaban atraer a posibles votantes financiando proyectos de reconstrucción. En muchos casos, el valor de las reparaciones se desvanecía entre lo que en realidad eran proyectos de desarrollo, que el Estado estaba obligado a realizar de todas formas. Las comunidades presentaban propuestas para desarrollar un proyecto de reparaciones, y los que se aprobaban recibían 100.000 soles (35.000 dólares) del Gobierno.
La falta de coordinación y atención a las necesidades y capacidades específicas de cada comunidad llevó al fracaso de algunos programas, como la construcción de una piscigranja en una comunidad sin asegurar y reforzar la estructura logística para su funcionamiento o su participación en el mercado. Otro problema es que las actividades económicas no estaban diversificadas: muchas comunidades acaban presentando los mismos proyectos, como la construcción de una granja de cuyes (conejillos de indias).
“¿Cómo esperas que un Gobierno débil de un país en post conflicto pueda implementar un programa de reparaciones tan complejo como el que la CVR recomendaba?” Macher se pregunta. Este dilema es una gran fuente de frustración para el Perú, dice, cuyo gobierno no es capaz de proveer eficazmente los servicios necesarios para las atenciones más básicas.
La CMAN trabaja muchísimo, afirma Macher, el problema es la forma de trabajar. “La CMAN trabaja de espaldas a las víctimas”, dice Macher, “no las conoce, lo las atiende, tiene una relación burocrática con ellas”.
Para Macher, lo más importante son las reparaciones simbólicas, y sin embargo nada se ha hecho en ese sentido. Una oficina muy pequeña –con un presupuesto diminuto– se encarga de las reparaciones simbólicas que, básicamente, consisten en la construcción de memoriales y la entrega de restos de las víctimas identificadas a sus familiares. “El Gobierno no entiende que cada programa de reparaciones tiene un carácter simbólico”, dice Macher.
La responsabilidad de exhumar e identificar los cuerpos de aquellos que fueron asesinados o desaparecidos durante el conflicto está también en las manos del Ministerio Público. A pesar de que la CVR recomendó la creación de un órgano específico para estas gestiones, nunca se ha llegado a establecer. Actualmente se está discutiendo una ley para crear una comisión nacional sobre la búsqueda de desaparecidos, pero no hay ninguna fecha concreta para su votación.
Los avances han sido lentos en materia de exhumaciones: de los 15.000 desaparecidos estimados por el Ministerio Público, 2.556 cuerpos (o el 17 por ciento) han sido encontrados; 1.525 de estos han sido identificados; y los restos de 1.336 de estos han sido entregados a sus familiares. “Es evidente que no se ha avanzado al ritmo que debía avanzarse”, dice el fiscal Víctor Cubas. “Como recomendó la CVR, este es un trabajo que requeriría una política integral del Estado que sin embargo no se ha dado”.
En 1993, Cubas fue el fiscal encargado de exhumar los cuerpos de las víctimas de La Cantuta. Las pruebas de ADN permitieron identificar los restos de cinco personas, entre ellas Bertila Lozano, la única mujer secuestrada aparte de Dora Oyague. El resto, sin embargo, estaban demasiado dañados por el fuego y no hubo pruebas que realizar.
Todo lo que se pudo encontrar de Dora Oyague fue un pedazo de la parte trasera del cráneo, del hueso occipital, atravesado por una bala. Los médicos forenses determinaron que se trataba del cráneo de una mujer, y dado que los restos de Bertila ya habían sido identificados, concluyeron que se trataba del cráneo de Dora. Carolina, que tiene una maestría en genética forense, no puede contener más las lágrimas: “Soy genetista y no pude determinar si era ella”.
Como establecen su nombre y su misión, la CVR debía "contribuir a la reconciliación nacional". En su informe final, la CVR define la reconciliación como "un nuevo pacto fundacional entre el Estado y la sociedad peruanos, y entre los miembros de la sociedad". El informe subrayaba la importancia de que el Perú se reconozca positivamente como "un país multiétnico, pluricultural y multilingüe".
La CVR logró realizar una descripción fehaciente de las causas fundamentales del conflicto armado, y su análisis es difícil de refutar en la actualidad. Sin embargo, la reconciliación está todavía muy lejos. Una esfera pública y mediática muy politizadas tampoco le favorecen. Algunos jóvenes interesados por esclarecer la verdad sobre el pasado se han encontrado que en muchos círculos, especialmente en Lima, hacer preguntas sobre esas dos oscuras décadas los estigmatiza como terroristas. En el Perú, la memoria es todavía un terreno de disputa.
Desde el taller de Jorge Miyagui se divisa el perenne cielo gris de Lima. En las paredes se apilan lienzos de gran formato llenos de colores vivos y de la parte superior cuelgan pósters políticos, ilustraciones manga y pegatinas satíricas, como la que muestra a un hombre entre rejas y dice "Fujimori culpable". Como el ex presidente peruano, Miyagui es descendiente de migrantes japoneses.
El artista ha terminado recientemente "Leysi, Patrona de América", que muestra a una virgen ataviada con el traje tradicional católico pero cuya cara es la de una mujer de la farándula que escandalizó al país posando desnuda sobre la bandera nacional. La virgen, con un halo caleidoscópico de tonos fluorescentes, tiene en sus manos una cruz de madera como la que miles de familiares de víctimas llevan para clamar por sus desaparecidos, con el mensaje grabado "no matar". En la parte superior del cuadro se lee: "Si aquí los muertos siguen vivos".
Los cuadros de Miyagui, indudablemente provocadores, son una mezcla de referencias de culturas populares de todo el mundo: mangas japoneses, tradiciones indígenas, el cristianismo, el movimiento Ocupa Wall Street. El pasado violento del Perú es un tema fundamental en su obra.
"El arte es una herramienta muy potente para crear reflexión sobre distintos problemas de la sociedad", dice Miyagui, "y uno de ellos es lo que significaron para nosotros los 20 años de conflicto armado". Nacido dos años antes de que el conflicto estallara, Miyagui recuerda bien las dos décadas terribles en las que le tocó crecer –los apagones, los coches bomba, el Estado de miedo. Para el artista, el informe final de la CVR es el documento más importante de la historia republicana del Perú, porque realizó el análisis más profundo y más a conciencia que se ha hecho de esas dos oscuras décadas llenas de inseguridad y paranoia, llegando a desvelar las causas reales del conflicto. "Como suelo decir, el informe final es un espejo doloroso", explica Miyagui, "porque nos vierte nuestra propia imagen, pero es algo que muchas personas no quieren ver, porque nos causa dolor".
Junto con otros ocho artistas, Miyagui es miembro del Museo Itinerante Arte por la Memoria, que exhibe trabajos artísticos relacionados con el conflicto armado. El museo lleva recorriendo el país desde 2009, y las reacciones que despierta dependen mucho del lugar donde se muestran las obras. "En Lima nos insultan, nos llaman terroristas, mientras que en Ayacucho o en Huancavelica las personas están muy agradecidas. Muchas personas vienen y comparten sus historias con nosotros", explica. El joven artista se emocionó mucho cuando recientemente un hombre en Huancavelica se le acercó para hablarle sobre su hermano, que desapareció hace 20 años. A medida que hablaba, el hombre rompió a llorar como si la terrible pérdida hubiera ocurrido ayer.
"Todavía en el Perú tenemos la sensación de que hablar de memoria es subversivo", explica Mauricio Delgado, otro artista del museo itinerante. "Cualquiera que quiera recordar el pasado, problematizar la versión oficial y hegemónica de lo que sucedió, es un terrorista".
La memoria siempre es un espacio de disputa, pero la CVR estableció los límites confiables de ese espacio para la sociedad peruana. Sin embargo, el joven artista cree que el trabajo realizado después de la publicación del informe ha sido insuficiente. Se han dado algunas reparaciones, algunos de los principales autores de crímenes están en prisión, pero lo que queda pendiente es lo esencial: un cambio cultural. "Las reparaciones simbólicas –los memoriales, los museos, las piezas de teatro– son un engranaje fundamental de ese cambio cultural que debemos lograr", defiende Delgado. "Esta es la gran deuda que tiene el Estado con toda la sociedad".
Delgado admite con amargura que son solo una minoría los de su generación y aquellos más jóvenes que valoran la importancia de enfrentar el pasado para construir un futuro mejor. Muchos prefieren olvidarlo, dejarlo atrás. "No hay ni siquiera interés en leer el informe final", admite el artista. "Reproducen el discurso que desde los sectores conservadores aparece en los medios de comunicación. Hay un ataque ciego al informe que ha venido dándose desde sus inicios y se mantiene hasta hoy".
Jacqueline Fowks es una periodista peruana que considera una suerte trabajar como corresponsal para medios extranjeros, ya que eso le da una libertad a la hora de escribir sobre cuestiones delicadas que no tendría en los medios nacionales. "La tendencia predominante ha sido cuestionar el informe y no difundir mucha de la información que está allí", dice, "así como no tener una actitud vigilante con respecto a la implementación de las recomendaciones de la CVR".
El debate es ideológico y bastante elemental, explica Fowks. Algunos medios desacreditan el informe de la CVR por razones políticas, como los partidarios de Fujimori que lo denigran acusándolo de tendencioso, mientras que otros, principalmente los medios conservadores, prefieren ignorarlo porque piensan que señalar las violaciones de derechos humanos cometidas por la Fuerza Armada es una afrenta a esa institución.
Gustavo Gorriti, un respetado periodista que cubrió el conflicto armado desde sus inicios, coincide al señalar que los medios peruanos no han ayudado a la sociedad peruana a entender y analizar el pasado violento. "Los buenos periodistas deberían investigar mucho más, contar historias del pasado y relacionarlas con el presente, porque están estrechamente unidos", dice. "En mis reportajes siempre trato de destacar esos ecos de la guerra pasada en las acciones, las actitudes, los resultados que pueda haber hoy; y los problemas que acarrea la ignorancia o el desprecio de ese pasado inmediato".
A pesar de las carencias y el trabajo inacabado de la CVR, Gorriti considera que el informe final fue muy valioso para el Perú. También señala que, a pesar de las críticas y los ataques continuos que ha sufrido, el informe de la CVR sigue presente en la agenda pública y es considerado "el punto de vista correcto" a la hora de analizar la violencia del conflicto. Gorriti concluye: "La CVR se está convirtiendo en la verdad histórica aceptada en el Perú".
La legitimidad del análisis realizado por la CVR parece irrefutable para la mayoría de la sociedad peruana. La comisión logró cumplir con éxito su primer objetivo: esclarecer la verdad. Pero, ¿qué hay de su contribución a la reconciliación nacional?
"Reconciliación es una palabra hermosa", dice Jorge Miyagui con una sonrisa. Sin embargo, como muchos peruanos, cree que la reconciliación todavía está muy lejos.
Para Jacqueline Fowks, la mayor decepción fue "constatar que esas diferencias y esa manera de agredir o desproteger a los que ya de por si son los más vulnerables siguen todavía muy presentes en el Perú".
A otros, como a Gustavo Gorriti, la palabra "reconciliación" les remite, inevitablemente, a un trasfondo religioso. La influencia de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, en la que los autores de crímenes eran perdonados luego de confesar sus crímenes, unido al gran peso del catolicismo en el Perú han reforzado un discurso conservador que insiste en que perdonar a los autores de crímenes es "lo que haría un buen cristiano", cargando así toda la responsabilidad sobre los hombros de las víctimas.
"El perdón como olvido no es cristiano", insiste el padre Miguel Cruzado. "El Dios bíblico siempre recuerda, el pasado forma parte del presente". "Cuando uno necesita perdón es porque sabe que aquello que ha hecho es imperdonable", continúa. "El perdón no es exigible, y por tanto la retribución para el que perdona debe ser inmensa".
Carolina Oyague perdonó a los asesinos de su hermana hace años, dice, pero todavía espera que haya una plasmación pública más permanente sobre lo que ellos y otros hicieron durante esas dos décadas negras. "Me costó muchísimo trabajo espiritual perdonarles, pero los perdoné incluso mucho antes de empezar los procesos judiciales", explica Oyague. "Yo no quiero dinero, lo que quiero es que la verdad esté en los libros escolares, para que el día que yo no esté pueda tener la certeza de que esto no se va a repetir".